martes, 19 de junio de 2018

Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trabajar en todo tipo de reparaciones para quien lo necesitara, mientras yo me quedaba ayudando a mamá en la limpieza de la casa.

Las mañanas no eran muy diferentes. Ayudaba a mamá a hacer las arepas pelás en la cocina, treinta por día. Las rellenábamos con el pescado que traía papá de la pesca mañanera y, cuando estaban listas, ella salía a venderlas a la plaza del pueblo.

Mientras mamá estaba fuera, papá y yo aprovechábamos para meternos en los chinchorros a ver las olas y dejábamos que pasara el tiempo, disfrutando de nuestro único momento de descanso. Ella se quejaba y nos pedía que fuésemos más productivos o que, por lo menos, la acompañáramos a vender a la plaza. Pero papá siempre se negaba a ir.

¿No se aburría mamá en aquel lugar? Desde mi recuerdo más antiguo, solo se dedicaba a hacer arepas y venderlas allá. Era un sitio caluroso, húmedo y salado, en donde pocos se reunían. La mayoría sólo iba de paso a sus trabajos.

–¿Y yo cuándo descanso, Juan?
–Todas las tardes, cuando pones a nuestro hijo a limpiar.

El dinero de las arepas sólo servía para comprar más maíz para hacer más arepas y lo que quedaba se iba en reparaciones del peñero. Más nada.

Los días pasaban de la misma manera y la casa siempre olía a maíz, a mar y a detergente. Lo único que variaba algo nuestra rutina era la posición del sol y su manera de entrar por la ventana.

Un día mamá enfermó y me tocó a mí salir a vender las arepas. Me enfrenté a la soledad de la plaza y a la antipatía de los transeúntes. Con suerte vendí todas y pude unirme a papá antes de que acabara sus reparaciones. Cuando regresamos a casa, mamá estaba tirada en la sala llorando. Nos habían robado los chinchorros.

A partir de ese día, papá y yo comenzamos a acompañar a mamá a vender a la plaza. Pasábamos las tardes ofreciendo arepas a la gente y envolviéndolas para llevar. La gente era difícil. La mayoría seguía su propio paso y casi nunca se detenían a escucharnos. No vendíamos mucho y pocos eran los clientes frecuentes. Sin embargo, mamá estaba más alegre que nunca y a menudo nos decía lo mucho que le gustaba nuestra compañía.

Una madrugada los oí pelear desde mi cuarto. No pude escuchar con claridad lo que se decían, pero me preocupó. Casi nunca peleaban, y mucho menos a esas horas de la noche. Desde que nos habían robado los chinchorros, papá estaba más irritado de lo normal. De la pesca a la plaza, de la plaza a las reparaciones, mientras su mujer estaba más contenta ahora que todo lo hacía acompañada.

Después de esa madrugada, no volvimos a ver a papá.

Tuve que empezar a salir yo a buscar el pescado. Fueron unas semanas difíciles. Como el botecito de la casa se había perdido con papá, pedimos prestado un peñero mientras reuníamos para uno nuevo. Mamá duplicó la cantidad de arepas diarias y yo no volvía a casa hasta que no conseguía más pescado del que papá traía normalmente. Cada mañana, al regresar de la pesca, me la encontraba sentada en la orilla. Cogió la costumbre de salir a esperarlo a la playa. Muchas veces intenté hacerle ver que era inútil, que papá jamás había pasado más de un día fuera, pero ella permanecía atada a sus recuerdos, con la mirada fija en el horizonte, sintiendo la brisa y oyendo el mar. En alguna ocasión le pregunté por qué habían discutido aquella noche. Nunca me respondió.

Con el tiempo terminé por acostumbrarme a mi nueva rutina: al desconsuelo de mamá, a la soledad de la plaza, al olor a pescado, a maíz y a detergente… Una madrugada antes de salir me metí en el patio de la casa a buscar aceite para el motor del peñero. Como no lo encontré a primera vista, busqué en otras partes que eran extrañas para mí. Escondido detrás de unas telas rotas y unos potes de aceite vacíos, encontré mi chinchorro junto al de papá. Lo tomé con nostalgia y mi garganta se tensionó como una cabuya con marea alta.

Salí corriendo hacia el peñero y me adentré en el mar iluminado por las estrellas. Me dejé guiar por la rabia en una vertiginosa trayectoria desigual. Estaba solo, rodeado de aire, cielo, agua y del silencio cortado por el ronquido irregular del motor. Cuando la costa se hizo imperceptible supe que tenía que detenerme a gritar. Maldecí. Odié a mi madre. A las arepas. A la plaza. A esa obligada rutina.

Foto de Miguel Gomez 

El sol comenzó a salir detrás de lo que parecía un islote. Me adentré curioso, el peñasco de tierra se hacía más grande cada vez que avanzaba. Acababa de llegar a otra isla.

Al desembarcar, sentí un aire distinto con un sabor dulce despojado de esa sal desperdigada del mar que suele bañar las costas. Atraqué en una playa desde donde iniciaba un caserío. Había gente por doquier. Un grupo de extraños me regalaron saludos de manos y sonrisas apenas me bajé del bote.

El caserío se convirtió en un pueblo con una plaza desbordada de gente alegre y feliz. Bailé en la plaza junto a los locales al ritmo de su música marina. Bailé en grupo, bailé en pareja, me deshice en la multitud y no me sentí extraño al compartir el momento con ellos. Una mujer me invitó a pasar la noche en su casa. Terminé pasando con ella días, semanas, meses. Pescaba con mi bote y ocupaba un espacio junto a ella en la plaza vendiendo arepas.

Nos enamoramos. Nos casamos. Tuvimos hijos y una vida placentera. Pocas veces volví a estar solo.

Años después, bailando con mi esposa en la plaza del pueblo, un hombre viejo me saludó. Bailaba con otra mujer y se veía contento. Le respondí con una sonrisa de felicidad y sentí calma en mi interior.

viernes, 1 de diciembre de 2017

El asiento vacío

A mi lado estaba todavía vacío. El cojín no tenía un trasero en su cara; el respaldo no sufría con la transpiración de alguna espalda peluda, ni tampoco había algún molesto brazo derramado sobre reposabrazos compartido con mi asiento.

Se veía feliz y brillante. Evocaba esa misma alegría que emanan los sofás de tiendas cuando les ponen un “prohibido sentarse” encima.

Me levanté para probarlo. Me resultaba apetecible sentir su contacto con mis nalgas y ser la primera en disfrutar el placer de calentarlo: unidos descenderíamos por milisegundos, mientras el aire saldría y el frío de su cuero virgen tocaría el jean de mi falda y la piel de la parte de atrás de mis rodillas.

Cuando lo vi desde arriba para sentarme, me di cuenta de que presumía su felicidad con mi asiento. Entonces me detuve y acerqué la mirada. Mi sombra lo opacó y el asiento vacío me miró inexpresivo, como queriendo decirme que no me atreviera a sentarme porque lo molestaría.

Me di cuenta de que era un gruñón y que no me merecía. Ya había cometido suficientes errores así en la ciudad. Así que le hundí mi mano y le saqué el aire repetidas veces. Sus exhalaciones fueron largas y chillonas. Me entretuvieron, pero no fue suficiente castigo a pesar de que la cara del cojín seguía opaca: ahora furiosa. Así que prendí la luz para calentarlo.

Con esto volvió a brillar y a mostrarse alegre, vívido. Enfurecida por su alegría me levanté para sentarlo de una vez por todas. Pero una aeromoza que pasaba me mandó a mi puesto y a usar el cinturón. El asiento se regocijó y expresó exhalaciones burlonas cuando lo castigué antes de que dieran las instrucciones de seguridad.

Él –feliz por mi fracaso– brilló más que nunca.

Justo antes de despegar volvieron a abrir la puerta. Entró un hombre un poco gordo y sudado: venía corriendo porque casi perdía el vuelo. Iba para el asiento vacío.


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Apagó la luz que permanecía encendida y luego posó su culo sobre el asiento que antes estaba vacío. Su última exhalación fue de arrepentimiento. Yo disfruté el sabor de la venganza hasta que el hombre ya dormido derramó su brazo sobre reposabrazos compartido hacia mi lado.

viernes, 8 de septiembre de 2017

De cómo sobreviví al sismo en Ciudad de México

–Métete debajo de la puerta–, me dijo Yeleiza.
–¿Qué?
–Debajo de la puerta. Rápido–. Me metí debajo de la mesa. –No ahí, no. Debajo de la puerta.
–Coño, voy. –Dije confundido. Con la laptop aún en el brazo y Skype andando, abrí la puerta. 

Estaba la vecina saliendo en pijama. Nunca había cruzado una palabra con ella.

–¿Qué hacemos?, –me dijo con la confianza que te da el no saber si vas a morir.
–Vayan al ascensor dijo Yeleiza. Es la zona más segura.
–¿Qué? –Dijo la chama– No, no, vente–. La jeva avanzó con sus chancletas y su pijama de Hello Kitty hacia el fondo del pasillo.
–¿Adónde?– Le dije chao a Yeleiza con la mano y cerré la laptop. Di unos pasos adelante y dejé la puerta de la casa abierta. Las parades se movían como cuando borrachos intentamos ir al baño en el ferry express a Puerto La Cruz.
–Corre, ¡ven! ¿O quieres morir?–


Un día antes.

Estaba en el Woko con unos amigos. Entre chelas y risas oíamos al último comediante de la noche. De la nada suena una sirena. El pana en tarima se calla. Óscar, quien tengo al frente, me mira. La alarma suena más duro. “Sismo”, dice Óscar. “¿Qué?”. “Sismo, marico, vámonos pal coño”, me dice en mexicano. No reacciono. El pana que está en la tarima tampoco. Acomoda el micrófono en el pedestal y se queda pensando. “Tú eres huevón, muchacho marico, mueve ese culo”, traduzco lo que grita otro. Me levanto de la silla. Aparece alguien más en la mera entrada del bar: “¡Salgan de esa mierda ya que esta vaina se va a caer!”.

Afuera estaba toda la gente de Ciudad de México reunida en la calle confundidos por la alarma. No había llegado el temblor aún.

Meses antes había visto una película malísima en Netflix. La Roca tiene que salvar a Alexandra Daddario de la catástrofe. El pana se entera de que su hija está en riesgo porque un científico ahí logró un sistema para predecir terremotos; algo que es imposible, según el mismo argumento de la película. Ahí en la acera, junto a Ciudad de México volcada a sus calles, me pregunto si bien la película me mojoneó diciendo que es imposible predecir terremotos o si, más bien, en México le mintieron a todos con estas alarmas preventivas. El sismo no llega.

La gente aburrida se fuma varios cigarros. Van entrando al bar a buscar una cerveza para esperar el temblor pedos. No pasa nada. Poco a poco vamos volviendo antes de que acabe la promoción de las 7:30 pm.

Pido un Taxify a casa: decidí dejar de usar Uber en México hace un par de semanas porque un driver me paseó pensado que era turista y no me quisieron devolver el dinero cuando me quejé de su profesionalismo. Taxify es lo mismo que Uber, pero más barato aunque con más tiempo de espera. Aquí te dejo un promocode para que tengas tu primer ride gratis: NEFVZ. En el carro leo las noticias. Irma hundió Barbuda. “¿Dónde coño es Barbuda?”, pienso. Qué bolas que alguien del Caribe no sepa dónde ubicar otras islas. Me siento ignorante. Qué mierda la educación que me dieron en Venezuela. Pienso en Barbados, Bahamas, Bonaire; las ubico en el mapa. Abro BBC Mundo en el teléfono. Leo “Antigua y Barbuda”. Me siento imbécil por no pensar en ese país antes. Pienso en que es un paraíso fiscal y en la plata que deben tener los chavistas en cuentas en esas islas. Leo que hay muertos; que la isla quedó destrozada 90%, que no es apta para la vida. Me cago. Me imagino a Irma desviándose hacia el sur y golpeando Nueva Esparta. Si jodió a Barbuda tiene que joder es a Coche, no a Margarita. Imagino mi casa de Paraguachí anegada. El techo de asbesto volando. Mis libros flotando. Paraguachí queda hundida bajo el nivel del mar. Mi mamá y mi padrastro están en un peñero guiados por Chuíto –un entrenador de beisbol infantil/fiscal de tránsito del pueblo– tratando de salvar a la gente cual escena de Titanic de James Cameron. Imagino a Chuíto rescatando gente por Paraguachí en el peñero. Se montan personas a medida que avanza. Sobre una tabla flota Changuelito muerto. Me acuerdo de su saludo: “¡Ah changuei’o!” con esa sabrosa melodía africana que heredamos para ponerle “o” a todos los vocativos, “¿Cómos tas, Changuelito’o?”. Changuei se murió hace años. Nadie toca el pito: no hay ninguna Rose que salvar.

–¿Viste que lo del temblor fue un error humano?– me dice el taxify-driver despertándome del ensueño.
–¿Coño, de pana, brother?– le digo en español neutro para que entienda; yo les traduzco.
–Sí, mi hermanazo, una cagada. Todo el mundo piró pa’ la calle y era pura bulla.
–Ve la verga, ve.



La vecina me mete a la salida de emergencia. Es por la misma puerta donde botamos la basura. Le pregunto que si tiene llaves en caso de que necesitemos volver y ella me dice que no, que corra, que no hay que volver que hay que salvarse y dejar todo. Sigo con la laptop en la mano. Pienso que si me voy a morir espero que la encuentren y se les ocurra abrir la carpeta que se llama “escritos incompletos”. Bajamos las escaleras. Ando en cholas. Ella corre como si hubiera llegado la leche a Rattan. Yo voy más atrás: la empiezo a perder de vista. Tenemos que bajar 19 pisos. En el piso 15, 13, 10 y 9 entra más gente. Se va la luz en las escaleras. Todo el mundo prende la linterna del celular en sincronía. Sigue vibrando esa vaina. Pienso en Barbuda hundida. Me acuerdo de Changuei flotando bocabajo en una tabla por La Plaza. Trump se fue del acuerdo de París. El aeropuerto de Sint Maarten está destruido. Los stories de los venezolanos huyendo de Miami. El amigo de una prima pasó 16 horas para llegar a Orlando. Los anaqueles de Florida son como en Venezuela. Maduro nos castiga con más controles económicos. Mi familia sufre en el Caribe sur. Pienso en Cariaco, Vargas, la tormenta Bret. Mía Astral hablaba de grandes cambios después del eclipse total de sol, el último fue en Leo. Chávez llegó después del eclipse total de sol en Maracaibo. ¿Un eclipse total de sol en EE.UU. es el fin del mundo? Kim Jong-Un quiere lanzar la tercera bomba nuclear en la historia de esta humanidad. México expulsó al embajador norcoreano. Sigue temblando y no me puedo agarrar bien de la baranda. Pienso en Dios. No veo a la vecina. Corro. Alguien detrás de mí se cae. Sigo corriendo. En el eco oigo un estás bien, sí, voy a seguir. La bajada es eterna. Puede ser la última. Si se empieza a caer todo, va a terminar encima de mí. La pared cruje y así seguimos descendiendo a los infiernos.


Hay once grados en la calle; estoy en short y cholas. Veo a la vecina a salvo. Todo el mundo con el celular. “8,1 grados de magnitud”, dice una que bajó con unos perros antes. “El epicentro fue en Chiapas”, dice otro. “Ya hay muertos”. Veo la hora: 12:00. Es día de la Virgen del Valle; Irma sigue devastando su camino hacia Florida y ya se comió a Turk and Caicos. Stories de venezolanos saliendo de Miami; stories de venezolanos saliendo de sus edificios en México; stories de venezolanos por última vez en Maiquetía. “¡Verga, qué arrechera lo de ayer con la falsa alarma y hoy esto!”, trato de decir eso suavizando mi dialecto. Todo el mundo está de acuerdo. Uno cuenta que al principio no lo creyó, pero después vio que todo se movió y oyó los trotes por la escalera. Otros siguen llegando; más vestidos, más abrigados. Abajo, la de seguridad del edificio nos pide mantener la calma. Todos estamos bien y estamos vivos.

Le cuento a Betty lo que pasó. Ella en Houston me dice que todo está normal. La gente vive casi como si Harvey no hubiera pasado, excepto por la gran cantidad de sofás frente a las casas que esperan secarse al sol.

jueves, 3 de agosto de 2017

Playlist: Venezuela añorada (mientras todo se derrumba)


Si extrañas Venezuela

Si has vivido cómo el país se fue a pique

Si te quedaste a luchar

o si te fuiste

Si sientes que la oposición te defrauda

Si sabes que ya más nunca será lo mismo

y eso te pone nostálgico, melancólico y muchas veces triste

Si crees que somos la Corea del Norte latinoamericana y que estamos peor que Cuba

Si no sabes ya qué hacer, 

pero la música te ayuda –algunas veces–… 


...esta playlist es para ti.



Es una selección de temas clásicos de varios géneros musicales de grupos y cantantes venezolanos que debería ponerte un poquito más feliz... o incluso triste.

Disfrútala. Compártela. 

La tienes tanto en Youtube:

Como también en Spotify:

Link a Spotify

martes, 25 de julio de 2017

Ciudad Fénix

Marico, a Juan Andrés la compañía lo va a trasladar pa’ la casa. Me dijo que se va con la esposa y los hijos. Que al principio le dio como paja, pero que lo habló con la mujer y bueno se van para allá. El pana está súper contento, no sabes. O sea, medio cagao pues, pero va a echarle bolas. Los hijos de él tienen 10 y 12 años, hablan con el acento ese pajuo y jamás han ido. Juan tiene una ilusión inmensa de que los carajitos amen Venezuela como él. ¡Qué bolas esa vaina!, ¿no?

No te creo. ¿Cuándo se va?... María, yo también me voy. No aguanto este país de mierda. También me llevo a mis carajitos.

¡QUEEEEE! ¿De pana?

Sí, marica, de pana. Vamos a echarle bolas.

Berro, marico, qué sorpresota. Sabes que yo lo he estado pensando también porque todo el mundo se está yendo. Después del divorcio quiero es estar cerca de los viejos. Y bueno, ya la cosa no es como antes. Pero igual no sé. ¿Regresar?

Sí, marica. Regresar. 

¿Va a ser todo como antes?

No creo, estos bichos dejaron todo hecho mierda, ja, ja, ja, pero en algunos años vamos a estar mejor, eso sí. ¿Te imaginas, tipo que hagan el Por el medio de la calle otra vez? Nosotros caminando por esa verga borrachos como a las 10 de la noche como hace un montón de años.

Ja, ja, ja, ¿huevón y con quién dejo el carajito?

Con tu mamá, ella seguro contenta ¿no? Mira, de pana creo que las cosas van full para mejor. Imagínate el nivel de lo que está pasando que los chamos de Americania se devolvieron también y volvieron a montar la banda. ¡Ah! y los de la Vida Bohème también.

¡Whaaat! ¿Americania se volvió a juntar? Lo de La Vida lo vi por Facebook sí. ¡Chamo cómo extraño Caracas! Me imagino ir que si a los chinos alemanes, caernos a curda y después que si despertarnos para salir al Ávila en la mañana.

Mamahueva, ¡ya no tenemos 25!




¿Regresar, chamo?

¡Regresar, sí! Renuncia a esa trabajo de mierda. En Caracas tienes donde llegar los primeros días y después vas viendo.

Regresar.

Va a ser igual que cuando nos fuimos, pero más fácil. Velo por este lado, ya no tenemos el peo de tener que sacar los papeles.

¡Coño, yo sí tengo, cabrón! Tengo la cédula vencida desde hace un verguero de años. ¡Y el pasaporte! Tengo aaaaños sin viajar con pasaporte venezolano.

Eso lo sacas rápido, chica. Vas ahí al consulado y listo. A Ariana se lo dieron en Argentina pal día siguiente. De pana que este brother está haciendo las cosas bien. Todo es más eficiente, más seguro. Vamos pa’lante. Todo el mundo está contento.

¡Qué bolas!, ¿no? Yo pensé que esa mierda se iba a quedar así para siempre…. como Cuba. Qué arrecho. No me lo creo.

Yo tampoco. Tengo la misma emoción que sentí aquel año que clasificamos al mundial.

¡Sííí, marico! yo no me creía esa vaina.

Entonces, ¿juntamos las familias para hacer las hallacas este diciembre?

¡Dale! Yo lo que quiero es una chicha de la Central. 


¿Bueno, nos vemos en Caracas?

*




¿Y tú, lector, nos vemos la próxima vez en Caracas?


viernes, 24 de marzo de 2017

Reseña: La lucha de La Vida Bohème

La lucha es un álbum profundo, lleno de misticismo y, a su vez, de sencillez. Es un monstruo musicalmente hablando; uno de esos que se muestran como una criatura extraña, pero que más tarde se revela sencillo y con unos maravillosos (mágicos) poderes. En cuanto a sus líricas, éstas mantienen el viaje profundo a lo latinoamericano, a lo venezolano y a la necesidad de reivindicar la vida del y los individuos con interesantes referencias históricas y literarias. Este tercer disco está cargado de folclore y magia venezolana.

Con este álbum La Vida Bohème se reivindica a sí misma después de Será que apenas nos dejó unas pocas canciones buenas y crea otra gran cosa más allá de Nuestra, que debe ser el disco de rock más rayado de toda Venezuela después de Frisbee de Caramelos de Cianuro.




La vaina empieza con “La lucha” y esto acá puede confundirnos un poco porque arranca medio cliché: empieza con unas palabras de autoayuda de Mujica, ex presidente uruguayo, quien es amado al extremo por unos y odiado con la misma intensidad por otros, y termina con una cita textual del monólogo de Segismundo en La vida es sueño de Calderón de La Barca. Este intro de José Pepe Mujica es el mismo que escuchamos en el video de “Você” –la segunda pista del álbum– que estrenaron en febrero. Esta fusión de dos piezas ya la habían hecho en la promoción de su disco anterior: en el video de “La vida mejor” en el que también se escucha “Ariadna” completa al final. Si no han visto “Você”, deben hacerlo. Musicalmente no es el mejor tema del álbum, sin embargo tiene una dirección impecable con una trama reflexiva de la épica latinoamericana con un final abierto. Acá le pueden echar un ojo:



Después de ahí viene “Lejos”. Este es el segundo sencillo promocional y tercera pista de La lucha. Aquí nos dan nuestro primer slide de la crème de la crème del álbum que se completa con temas como “Mi mar, mi nada”, “Los heridos” y “Domingo”. Estos dos últimos son temazos que se pueden inscribir desde ya en cualquier playlist de lo mejor del indie latinoamericano. Los ritmos venezolanos no quedan de lado en ellos ya que en “Los heridos” arrancamos con un cuatro, mientras que en “Domingo” nos impregnan con un suave folclore.


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A continuación el álbum completo en Spotify:

lunes, 20 de febrero de 2017

De cómo boté a mi mamá en Las Vegas

No entiendo, Betty. ¿Adónde se fue? -Dije llorando dos horas después de buscar a mi madre por todo The Venetian sin éxito.




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Cuando vivía en Chicago mi mamá vino a visitarnos un par de semanas. Ella iba a cumplir 50 años y era la primera vez que iba a salir de país. Mi madre estaba súper emocionada; tanto así que todo el vuelo de ida venía mandando fotos por WhatsApp de cada esquina del aeropuerto gringo que le pareciera bonita.

Yo, la verdad, estaba medio cagado. Mi mamá no hablaba inglés. Nunca había tenido una experiencia con la ley fuera de Venezuela y, como Cadivi ya no existía, venía con unos pocos dólares que le compró a un carajo por Rattan Plaza. 

O sea, tipo que le preguntan unas vainas ahí, mi mamá responde mal y la devolvían como a la colombiana ésta que se le ocurrió decirle al carajo de inmigración que “iba a estudiar inglés” con una visa de turista (menos mal que cuando mi mamá fue a Chicago aún estábamos en la era de Obama: con Trump no sé cuán insoportables hubieran sido estos nervios).

Total que mi mamá pasó la inmigración en Houston cómoda, cual Blanca Ibáñez. Después le tocaba escala en Cleveland antes de pisar Chicago. Nosotros hicimos un cálculo errado y llegamos como 10 minutos después de que mi madre apareciera donde se agarran las maletas en O’Hare. Mi mamá se cagó. Mencionó que cuando salió de las puertas y no nos vio le entró como un ataque. Como una desesperación por estar perdida, no tener WiFi (en O’Hare hay 45 minutos de conexión gratis, pero hay que saber leer en inglés para llegar a eso) y no saber ni cómo hablar con alguien. Entonces, nos dijo que para calmarse respiró profundo. Se sentó y se puso a matar una de Pet Saga en el teléfono mientras. Total que si en media hora no aparecíamos iba a hablar con la policía.

Me imaginé a mi madre con el acento del personaje de Sofía Vergara en Modern Family diciendo “Polis, polis, plis. ¡Jelp, jelp! Ayam lost. Ay lost mai children”.

Ya en Chicago nos instalamos a convivir. Todo bien. Mi madre expresaba cada cierto tiempo su sorpresa por estar en Estados Unidos. “¡Ay hijo, no puedo creer que YO estoy en Chicago!”, decía acentuando el yo. “Pellízcame a ver si no es un sueño. ¿De verdad estoy aquí?”. 

Vivía en un ensueño que se mezclaba con la cercanía de su 50 cumpleaños que iba a celebrar con nosotros en la ciudad de los vientos (o por lo menos eso creía ella).

Así en esa magia, ella quiso hacer todo y probar todo. Leía en Internet que si había una feria de hot dogs y entonces decía que quería ir. Leía que iban a arreglar una fuente y entonces quería verla. Esa clase de cosas que uno hace cuando sale por primera vez de las fronteras geoculturales.

Así un día le dio un antojo de comida thai que le cumplimos para honrar su visita. A mí me encanta la comida picante y los restaurantes thai suelen tener buenas opciones para quemarse la boca bien rico. Terminamos yendo a uno que nos recomendó un pana maracucho.

Al día siguiente íbamos a reunirnos con unos amigos de Puerto Ordaz a ver un concierto de esos gratuitos en el Millenium Park. En pleno viaje de Uber, mi mamá empezó a comentar que se sentía medio mal de la barriga.

-¿Mamá, tienes ganas de cagar?- dije sin pudor alguno, pensando que el uberdriver seguro no entendía papa de español.
-Hijo yo creo que sí, pero se me va a pasar. Es como un ardor en la barriga con cólicos. No sé; como ganas de vomitar también.

Me cagué. Lo peor que pudiera pasar era que mi mamá se enfermara en la verga esa. Me acordé de cuando le compré el pasaje y la página web me preguntó que si quería abonar 100 dólares más por un seguro médico de viaje que no pagué para ahorrar plata. Me acordé de que hasta la mandé con escala en Cleveland (y no directo) para poder ahorrar dinero y pagar cosas como el restaurante thai o la sorpresa para celebrar sus 50 años.

Me arrepentí. Me acordé de cuando un pana tuvo que pagar 3900 dólares por un dolor de barriga porque los médicos gringos querían descartar cualquier cosa (incluyendo cáncer o úlceras) y al final lo que hicieron fue recetarle Peptobismol para taparle el chorro. Me arrepentí mal. ¡Señores, nunca saquen a su mamá del país sin seguro médico! ¡Hay unos que hasta se pagan en bolívares!

Cuando llegamos al Millenium Park acompañé a mi mamá a “cagar” hasta la puerta del baño. “No era caca, hijo”, me dijo para hundirme más en mi miedo a visitar un hospital y completó: “¿Aquí no hay algo como un CDI? ¿Ajuro hay que pagar?”

Así fue cómo mi madre sufrió el shock cultural del capitalismo salvaje por primera vez. Nos devolvimos a casa con ella en llanto del dolor. Me dijo que le buscara ranitidina si eso existía aquí y efectivamente lo conseguí en el supermercado de abajo como a 30 dólares la cajita. Le compré tres como para que se llevara a Venezuela y mi mente me castigó con una matemática simple 3x30=90: aquí tienes, pendejo, lo mismo que te hubiera salido comprar un seguro.

Después de tomárselo, mi mamá dejó de gritar y se durmió. Yo asustado le preparé la cena a Betty y hablamos de qué íbamos a hacer con la sorpresa. 

Mi madre cumplía años el domingo (ese día era miércoles) y nosotros habíamos preparado un viaje a Las Vegas el viernes en la tarde. Le habíamos dicho a mi madre que íbamos a Cleveland a un campamento que queda cerca de la ciudad y que íbamos a pasar su cumpleaños en un parque nacional entre carpas, colchones inflables, repelente de zancudos y trajes de baño para el río. Así fue como inventamos hacer una maleta con unos colchones inflables para que ella viera que todo era real (en realidad estos colchones sería donde dormiríamos en Las Vegas porque íbamos a llegar a casa de un amigo de Betty que se acababa de mudar).

Betty y yo no sabíamos cómo íbamos a sorprenderla: si decírselo en el aeropuerto o si más bien decírselo en Las Vegas. El segundo plan tenía un problema que era que el vuelo a Cleveland mi mamá ya lo había hecho y también conocía ese aeropuerto. Sabía que de ahí a Chicago eran sólo 50 minutos, mientras que el vuelo que haríamos a Las Vegas iba a ser de tres horas y media.

Así fue que pasó un día más y mi mamá seguía con el dolor. Pedía médico y nosotros no podíamos hacer nada. Le dimos más ranitidina con jengibre rallado, manzanilla y limón. Mi madre pedía cualquier rama que hubiera disponible en el imperio. Menos mal que el cariaquito morado no crecía en Chicago, porque se hubiera agotado durante esos días.

-Hijo, no voy a ir a Cleveland. Me voy a quedar aquí para descansar. Vayan ustedes; diviértanse. Eso sí déjame alguito para comer que no pienso salir del apartamento. -Me dijo de esa forma en la que las madres son desprendidas y que sacrifican algo suyo (su cumpleaños número 50) en beneficio de un hijo.

-¿Tú eres loca, mamá? ¡Tú te vienes! ¿No viste que ya pagamos un poco de plata por los pasajes? ¡Toma! -Le dije estirándole otra ranitidina. Luego le ofrecí más manzanilla, más limón, más guarapos de esos gringos que venden para la mala digestión.- Te duermes hoy y y mañana estás fina -finalicé. Me sentí como un hijo grande en ese momento. Como esos hijos que ya crecieron tanto que le dan órdenes a sus padres y ellos no pueden hacer más nada que obedecer.
A eso de las 3:00 am mi mamá tocó la puerta del cuarto: “Hijo ya estoy bien. Me acabo de levantar y no siento dolor. ¡Vamos a Cleveland mañana, no perdamos esa plata!”

Al día siguiente nos fuimos al aeropuerto. Yo le mandé un boarding pass falso a su celular que decía que iba a Cleveland, pero cuyo código QR leía “Las Vegas”. Le pedí al agente del security check que por favor no pronunciara la ciudad adonde íbamos porque era una sorpresa para mi madre. El chamo me picó el ojo y me devolvió un sincero “have a nice weekend!”

En la puerta de embarque la suerte nos ayudó. La puerta para Las Vegas era la 6 y ahí decía Baltimore. Mi mamá no sospechó nada. Me dijo “hijo ahí dice Baltimore, no Cleveland”. Y yo le respondí con el orgullo venezolano: “Ay mamá, es como en Maiquetía que dice Porlamar y en realidad están embarcando para Santo Domingo. Uno tiene que acercarse y preguntar”.

Efectivamente. Estaba malo. El vuelo a Las Vegas salía por la puerta 12. Entonces me devolví y le dije a mi mamá y a Betty: “Es que tienen un error en el sistema; el vuelo a Cleveland es en la puerta 12. La chica dice que la pantalla allá se dañó y dice Las Vegas”.

Total que nos montamos en el avión y apenas nos sentamos mi madre se durmió. “¡Gracias a Dios!”, pensé; así es más difícil que se dé cuenta del pasar del tiempo.

-Hijo, yo vine de Cleveland a Chicago y fueron 50 minutos. Yo siento que he dormido mucho y no llegamos. -Dijo al despertarse dos horas después.

-Ay, mamá. Si apenas te dormiste 20 minutos. Mira, lo que pasa es que dentro de Estados Unidos hay diferentes husos horarios y el de Cleveland es diferente al de Chicago. Entonces si volaste 50 minutos de ida; la vuelta es una 1 hora y 50.

-Pero eso no tiene sentido porque es el mismo trayecto. -Me inquirió. Entonces yo le respondí con toda la seguridad de Jim Carey en Mentiroso, mentiroso:

-Mamá, es que estamos viajando en sentido contrario a la rotación de la tierra. Mira -dije mostrando mis manos como si una fuera un planeta y la otra un avión- si la tierra se mueve así y el avión va así; ¿va más rápido, no?, pero si la tierra se mueve al mismo sentido que el avión, entonces al avión le va costar más llegar.

Con esa historia logré una hora más de sueño de mi madre que sirvió hasta llegar a Las Vegas. 

“Welcome to Las Vegas”, dijo la aeromoza. “¡VEGAS, BABY!”, gritaron unos gringos en el fondo. “Ya se me cagó la sorpresa”, pensé yo. Vi a Betty y con sus ojos me dijo lo mismo. Mi madre ni se inmutó. 

-Bueno, mamá, ya estamos en Cleveland. 

-Sí, qué bueno, hijo. -¡Ja! la sorpresa estaba intacta. Ni el Luxor ni las luces ni todo lo llamativo del Strip lograron sacar a mi mamá de su mentira. Sin embargo, no aguantamos más y se lo dijimos apenas pusimos un pie en el aeropuerto.

-Mamá, estamos en Las Vegas. -Mi mamá vio a Betty como para confirmar y ella asintió. Mi madre no se lo podía creer. 

-Ay, no, hijo. No juegues con eso.

-Mamá, estamos en Las Vegas. Es en serio. Vinimos por el fin de semana. -Betty repitió lo mismo.
-¡Ay, no me jodan! ¿Tú te imaginas que yo de verdad estoy en Las Vegas? ¿Tú te imaginas que de verdad estamos en Las Vegas? ¡Ay no lo puedo creeer! -Betty y yo le señalamos un cartel que decía “Welcome to Las Vegas” en el aeropuerto- ¡HIJO! Sí estamos en Las Vegas, ¿por qué estamos vestidos así? ¡Ay señor, yo sólo traje ropa para un campamento en el río y un traje de baño! ¡Ay, te imaginas cuando le cuente a mi esposo!





Así fue que todo rastro de la enfermedad desapareció con la euforia. Aterrizamos en Nevada a las 12:00 am. Fuimos a dejar las cosas a casa de Uri, el amigo de Betty, y nos fuimos a pasear a las 2:00 am por el Caesar y un poquito por el Strip. Mi madre sólo decía que no iba a dormir, que dormiría en Chicago o, peor aún, si la cosa seguía así, iba a dormir ya era en Paraguachí.

A Betty y a mí no nos gustan los casinos. Así que nuestra emoción por venir a esta ciudad se traducía en casarnos otra vez (habíamos organizado todo para hacer una celebración el último día), ir al Cirque du Soleil (lo cual a Betty le aburría) y visitar a Uri y Melu; amigos uruguayos de mi esposa.

Así que le dejamos la agenda abierta mi mamá para lo que quisiera. La acompañamos a varios casinos -donde ganó y también perdió plata-, restaurantes (el de Buddy Valastro) y sitios de postres (el de Buddy Valastro también). Caminamos muchísimo.

Entre esos recorridos Betty y yo nos entregamos a la bebida y nos tomamos unos raspados con alcohol gigantes que venden en la calle. Nos bebimos como 10. Así fue que, recorriendo The Venetian, mi mamá desapareció. 

Betty y yo estábamos medianamente borrachos y la empezamos a buscar en los locales cercanos. Caminamos hacia el casino. Después entramos en The Palazzo a ver si se había ido al sitio de al lado. Después volvimos a The Venetian. La buscamos por las góndolas, por el restaurante de Buddy Valastro, por el sitio donde compramos alcohol, por un pasillo de pinturas. Pasaron dos horas y me cagué. La pea se me fue al cielo.

-No entiendo, Betty. ¿Adónde se fue? -Dije llorando.

-Vamos a llamar a la policía. -Me dijo ella seriamente.

A cada rato yo consultaba el celular esperando un mensaje de ella. Mi madre sabía que en los Starbucks había WiFi; yo la había enseñado a conectarse. Pero no aparecía nada. Le escribí a mi hermana en Valencia. Ella se cagó conmigo. Incrementé el miedo porque ella le escribió a mi padrastro. Todos comenzaron a culparme. Me sentí indigno. Sucio. Juré no beber más.

Betty dijo que nos separáramos. Pero no dio resultado. Buscamos 10 minutos más y quedamos en encontrarnos cerca del oficial de seguridad que estaba cerca de las góndolas. Le explicamos que habíamos perdido a mi madre y que si nos podía ayudar. El señor nos dijo que no atendía a nadie en estado de embriaguez y que cualquier desaparición debía reportarse después de 24 horas. “El coño de tu madre, mamahuevo”, le dije. El gringo no me paró bola. Me dijo que o me iba o llamaba a seguridad. Betty me tuvo que halar por la camisa porque me iba a ir a las manos. Nos fuimos a ver las góndolas y lloré. 

Betty me dijo “Creo que me estoy acordando de algo” y sí, le vino algo. “La última vez que vimos a tu mamá fue en la pastelería de Buddy Valastro. ¿Y si la esperamos ahí? Es lo que yo haría si me pierdo. Esperaría en el último sitio donde los vi”. Era verdad. No habíamos ido a la pastelería del pana, sólo al restaurante. Yo no me acordaba dónde había visto a mi madre por última vez: estaba muy borracho.

Cuando llegamos mi madre tenía una cara muy sonriente. Ella se había instalado a hablar con una cubana que tenía un marido venezolano de Margarita. Casualmente el tipo también tenía familia en Puerto Ordaz y la cubana había ido con él a conocerlos. Se empezaron a echar cuentos de la ciudad y la cubana, que terminó siendo la gerente del local, le invitó unos ponquesitos a mi madre: “los originales de Buddy”.

Cuando nos vio, nos presentó a la señora y me dijo: “hijo, sí tardaron recargando el alcohol, ya me tenían preocupada”.

Ahí ya más calmados, felices y con mi familia en Venezuela tranquilizada, nos dimos cuenta de que ya eran más de las 12.


-Óyeme -dijo la cubana- mira que yo me sé el cumpleaños venezolano. -Y así sobre un ponquecito de Buddy Valastro le entonamos “ay qué noche tan preciosa…”.


Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...